Mediterráneo, el desayuno

 

Hay libros muy especiales y Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell, lo es.

Este libro es un canto a la vida, sus páginas rebosan luz, aromas, color, amor y risas. De lectura amable y muy divertida, desde el primer momento te sientes parte de esta familia, y compartir con ellos su día a día en Corfú es uno de los regalos más bonitos que Gerald Durrell nos ha podido hacer.

He decidido compartir con vosotros algunos de estos momentos, todos con un nexo en común: la comida.

Este libro lo compramos en un puesto de libros de segunda mano que hay en el Mercado del Ninot, en Barcelona. Me gustan mucho los libros que han sido de personas que no conozco. Algunas veces participas pequeñas intimidades que disparan la imaginación e invitan a fabular. ¡Son tantas cosas un libro!

Y como no podía ser menos, voy a empezar por una de las colaciones del día que más me gusta, el desayuno, ese maravilloso momento en que todo está por descubrir, cuando todo es posible, incluso en estos tiempos extraños.

Capítulo 3

El Hombre de las Cetonias

    Al despertarme por la mañana, la persiana de mi alcoba filtraba la luz del amanecer en bandas de oro. El aire mañanero se poblaba del olor a carbón de encina del fogón, el vigoroso canto de los gallos, el ladrido distante de los perros, y el soniquete quebrado y melancólico de las esquilas, según salían a pastar los rebaños de cabras.

    Desayunábamos en el jardín, bajo los pequeños mandarinos. El cielo era radiante y fresco, sin el azul fiero del mediodía, sino levemente opalado y lechoso. Las flores yacían aún medio dormidas: las rosas arrugadas de rocío, las caléndulas todavía bien cerradas. Por regla general el desayuno era una comida apacible y silenciosa, Pues a esas horas ninguno de los miembros de la familia se sentía muy comunicativo. Pero al acabar se notaba el efecto del café, las tostadas y los huevos, y empezábamos a revivir, a contarnos unos a otros lo que íbamos a hacer, por qué pensábamos hacerlo, y a discutir enérgicamente sobre si el plan de cada cual era acertado o no. En esas discusiones yo no participaba nunca, porque sabía perfectamente lo que iba a hacer, y dedicaba mi atención a acabar de comer lo antes posible.

    —¿Es verdaderamente necesario que zampes y destroces la comida de esa forma? —inquiría Larry con voz dolorida, limpiándose delicadamente los dientes con el palito de un fósforo.

    —Come despacio, hijo —murmuraba Mamá—; no tienes ninguna prisa.

    ¿Ninguna prisa? ¿Con Roger aguardándome hecho un amasijo oscuro y expectante junto a la verja, sin levantar de mí su mirada ansiosa? ¿Ninguna prisa, cuando ya las primeras cigarras soñolientas comenzaban a ensayar entre los olivos? ¿Ninguna prisa, con la isla entera, fresca y luminosa como una estrella matutina, en espera de ser explorada? No esperaba, sin embargo, que la familia comprendiese este punto de vista, así que remoloneaba un poco hasta verles enfrascados en otro tema, y entonces me ponía a engullir de nuevo.

Libre al fin, me escurría de la mesa y salía trotando en dirección a la verja, donde Roger, sentado, me miraba con gesto interrogante. Juntos oteábamos los olivares por entre los barrotes de hierro forjado. Yo sugería que quizá no valiese la pena salir hoy. Roger sacudía el rabo para negarlo apresuradamente, y me topaba en la mano con su hocico. «No», decía yo, «creo que realmente hoy no deberíamos salir. Parece que va a llover», y con expresión contrita alzaba la vista al cielo claro y despejado. Roger, aguzando las orejas, miraba también al cielo, y después a mí implorantemente. «De todos modos», proseguía yo, «si ahora no se anuncia lluvia es casi seguro que lloverá más tarde, y por eso sería mucho más prudente sentarse en el jardín a leer un libro». Desesperado, Roger ponía su negra pataza sobre la verja y se volvía a mirarme, levantando de lado el labio superior para enseñar sus blancos dientes en una sonrisa asimétrica e insinuante, mientras su corto rabo se deshacía en un revuelo de emoción. Era un recurso infalible, porque sabía que no me podía resistir a su ridícula sonrisa. Así que dejaba de hacerle rabiar, agarraba mis cajas de cerillas y mi cazamariposas, la puerta se abría con un chirrido y se cerraba con retumbo, y allá salía Roger disparado hacia los olivares como un torbellino, saludando al nuevo día con su ladrar profundo.

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